LECTURAS | Los días del cerdo en “Aparición forzada”, de Ernesto Alcocer

16/06/2018 - 12:04 am

Santiago tiene cincuenta y dos años y lleva veinticinco trabajando en la filial mexicana de una conocida compañía global. Ahora tiene un nuevo jefe: un sádico y retorcido cerdo que acabará con su carrera de tantos años. Pero las cosas no se quedarán así.

Ciudad de México, 16 de junio (SinEmbargo).- En su desesperación por encontrar algo que le devuelva la vitalidad y la seguridad en sí mismo, Santiago, a quien le falta experiencia en la maldad y en la sangre fría, planea una venganza que no contempla derramar sangre de cerdo, sino darle el susto de su vida. Para eso cuenta con una máscara de luchador con los colores de la bandera de México que le robó a su hija Inés y con una pistola Beretta que antes de ser despedido le compró al corrupto teniente Luna, encargado de la seguridad de la compañía.

Sin embargo a veces las cosas no salen como las planeamos…

Inspirada en la experiencia del autor, quien trabajó veinticinco años en una famosa empresa trasnacional, esta novela originalísima, que mantiene atrapado al lector hasta la última página, es una feroz crítica al desquiciamiento al que ha llegado la sociedad capitalista, obsesionada por el individualismo y el poder. Pero es también una historia de amor, de solidaridad y de supervivencia.

Editó Grijalbo. Foto: Especial

Fragmento de Aparición forzada, de Ernesto Alcocer, publicada por el sello Grijalbo

Siento como si me hubiera quedado sordo y ciego en este cuarto a prueba de ruidos, donde la opacidad de la cortina impide que se cuele el más mínimo resquicio de brillo exterior. Como no soy de los que acostumbran usar pastillas para dormir, como Emilia, no sé qué voy a hacer esta noche. Apenas acabo de apagar la lámpara cuando se me vuelve a venir a la cabeza el puerco de mi jefe de México. Es increíble, aunque en todo el día no hice nada que valiera la pena, estoy tan cansado que no puedo dormir. Después de que me despidieron ya no tiene mucho caso denunciar al cerdo, pensarían que lo hago por resentimiento y nadie me tomaría en serio. En el fondo dejar la compañía me da un sentimiento de libertad. Lo único que voy a extrañar es el dinero. Estoy demasiado cansado de esta sensación de absurdo. Hubo años completos en que cada mes tenía que estar en Río de Janeiro y Buenos Aires, meses enteros de trabajos que me obligaban a trasladarme cada semana a Costa Rica, a Lima, a Bogotá. No daba tiempo más que para ir del aeropuerto al avión, de ahí al hotel y luego a la oficina. Por la noche nuestros contactos locales nos llevaban a restaurantes elegantes y a veces acabábamos bebiendo en un oscuro bar y hablando de chismes de oficina. Y todo para enseñarle a una bola de borregos a hacer lo que algún supuesto gurú de home office había decidido que le convenía a la compañía para posicionarse mejor. A eso le llaman liderazgo. Ya sé que hubo un momento en que el trabajo me parecía estimulante, lo que pasa es que se me acabó el ánimo de seguir jugando a creer que el sentido de la vida estaba ahí, o sucedió que el cerdo se empeñó en hacerme ver que ya había dejado de serles útil.

Me revuelvo en la cama. Si sigo rumiando mis obsesiones mañana voy a llegar en blanco a la junta y al verme así todos van a concluir que qué bueno que despidieron al viejo calvo que representaba a América Latina. Pero no puedo parar. No dejo de preguntarme qué fue lo que pasó y vuelvo a sentir un coraje contra mí que se confunde con el que me produce el cerdo. Hace más de cinco años que lo trajeron a México. Un cubano resentido, educado en Miami, que venía de desempeñar un puesto mediocre en Atlanta y que cada dos o tres semanas se pinta el pelo de un tono rojizo y jaspeado. Está casado con una mujer inútil llamada Melisa, que disfruta sembrándole a su marido cizaña en la cabeza sobre éste u otro empleado que ella cree haber descubierto que le gusta a su marido. No me acuerdo quién le puso el apodo, pero sí sé que fue cuando advertimos que era un rastrero y que no había nada verdadero en lo que decía o actuaba.

Lo primero que hizo cuando tomó el puesto fue reunirnos en la sala de juntas del piso ejecutivo, alrededor de la gran mesa. Escogió la silla de la cabecera, como correspondía, frente al ventanal con vista al castillo de Chapultepec, que tenía en uno de sus extremos una bandera tricolor ondeando. En cuanto se sentó subió la altura de su silla lo más alto posible, de forma que su cabeza sobresalía de entre las nuestras, aunque debajo de la mesa le colgaran las piernas. Nos expuso que el mundo y la empresa estaban cambiando, que a partir de ahora entre él y Atlanta iban a decidir lo que se hiciera en México, y que lo que se esperaba de nosotros era que lo ejecutáramos con calidad y velocidad.

Semanas más tarde con el pretexto de celebrar un cumpleaños fuimos a un bar cercano donde había un grupo de música en vivo de los setenta y ochenta, Gloria Gaynor, los Bee Gees, puras cursiladas. Nadie faltó porque el marrano había convocado y ninguno quería quedarse atrás. Nos apiñamos en un rincón alrededor de cuatro o cinco periqueras. Había mucho movimiento, ruido, música. Resultó que se sabía de memoria todas las canciones, que coreaba orgulloso con voz estudiada y, como era su costumbre, no dejaba de beber vasos de vodka a tope. Trataba de obligarnos a cantar y a gritos nos contó que había conocido a Melisa, su mujer, cuando se integró en el grupo de cheerleaders del equipo de futbol americano del high school. Me paré al baño y al minuto llegó el puerco y se instaló en el mingitorio de al lado.

—Hi, man —saludó.

—Hola.

Noté que me miraba con insistencia y giré la cabeza hacia él.

—A mí me gusta divertirme de forma diferente, cuando quieras sólo dime —propuso con mirada brillante.

Me reí como si hubiera oído muchas veces propuestas de ese tipo. Me subí el cierre, di media vuelta y me escabullí del baño apresuradamente. Esa noche no volvimos a cruzar palabra. Yo percibía desde mi lugar que se esforzaba por fingir que no le importaba que lo hubiera desdeñado. A partir de ese momento daba muestras excesivas de camaradería con todo mundo menos conmigo, brindaba haciendo alharaca, los abrazaba, les hablaba al oído y los tocaba como si fueran sus grandes compinches. Estuvo a punto de besar en la boca a Claudio, uno de los compañeros, pero éste se dio cuenta a tiempo y se hizo a un lado. El cerdo no paraba de hacer lo posible por convertirse en el centro de la fiesta, así somos los cubanos, repetía insistentemente, nos damos besos entre amigos y no pasa nada…, ustedes los mexicanos son muy machos. Todos aplaudían sus ocurrencias. Para esa hora las mujeres habían terminado amontonándose alrededor de una mesa desde donde nos veían y cuchicheaban.

Al día siguiente me llamó. Sonaba muy serio cuando me pidió ver el proyecto que estaba a punto de terminar con mi equipo. Dijo que en Atlanta le habían pedido que lo presentara lo antes posible. Pusimos fecha y el jueves estábamos en la sala de juntas, él en su silla subida lo más alto posible, y nosotros nerviosos y entusiasmados de poner a prueba un trabajo sobre el que habíamos puesto tantas expectativas. A los cinco minutos nos interrumpió.

—Ya, paren —exclamó haciendo aspavientos con las manos—. No necesito seguir oyendo para saber que lo que hicieron no sirve para nada —añadió antes de azotar contra la mesa la carpeta que le habíamos preparado con el trabajo—, lo que le hace falta a esto es dirección.

Sentí que la sangre se me subía a la cabeza. Los que trabajaban conmigo me veían con cara de qué le pasa a este animal, defiéndete. Me controlé como pude y le pedí que nos dejara terminar de exponer antes de reaccionar.

—Qué suerte tienen de que haya llegado yo antes de compartirlo con Atlanta —expuso con una sonrisa de suficiencia, fingiendo que no había oído mi petición—, porque si lo hubieran hecho los habrían despedido, pero no crean que les echo la culpa a todos.

Luego de una pausa, añadió:

—Les agradezco el esfuerzo pero les pido que todos salgan de aquí, excepto tú —y me señaló con el dedo mientras me clavaba una dura mirada en medio de las cejas.

Salieron los tres en fila india con la cabeza entre los hombros y yo me quedé a presenciar cómo se bajaba de su silla y aventaba con violencia nuestro trabajo al bote de basura.

—Así no vas a durar mucho —me amenazó y preguntó con voz grave—, ¿y ahora qué le voy a decir a la gente de Atlanta? ¿Cómo te voy a defender? ¿Explícamelo tú? Si me permites darte un consejo, lo que necesitan trabajar es —y se puso a trazar en una hoja una serie de diagramas alrevesados con puras obviedades. Al terminar preguntó—: ¿entendiste?, o se lo voy a tener que pedir personalmente a tu gente.

Me sentía tan mal que sólo asentí moviendo la cabeza.

—Otra cosa —agregó—, te prohibo que hables con Chuck Valley o con cualquier otro de tus contactos de Atlanta sobre el tema. Between girls, lo mejor para todos es que finjamos que esta reunión no existió y que se apresuren a sacar las cosas lo antes posible. Yo estoy aquí para ayudarte a ser exitoso —mintió.

Me guardé la hoja de papel con sus incoherentes trazos y cuando estaba a punto de abrir la puerta para desaparecer, añadió con la voz engolada:

—Ah, por cierto, algo que ya me explicarás algún día es cómo pudiste permitir que tu gente desperdiciara tanto tiempo y energía en eso. Estoy seguro de que con tu experiencia sabías que lo que estaban haciendo no tenía pies ni cabeza.

Fue la primera vez que tuve que reprimir el impulso de golpearlo, pero con el tiempo hubo muchas más. Salí de la sala mareado, temblando de pies a cabeza como un alcohólico.

Ernesto Alcocer. Foto: Facebook

Ernesto Alcocer nació en la Ciudad de México. Desde joven mantuvo la literatura como vicio secreto y por años ha sido coleccionista de notas periodísticas de sucesos extraordinarios. Para ganarse la vida ha trabajado como empleado bancario y como burócrata, pero también ha sido funcionario gubernamental, consultor, instructor de cursos, empresario y director de América Latina de Efectividad Organizacional y Desarrollo de Talento, en una compañía con sede en Atlanta que tiene negocios en más de 140 países. Además de Aparición Forzada ha publicado Obediencia Perfecta (2014), Perversidad (2007) y También se llamaba Lola (1993). Fue coguionista junto con Luis Urquiza de la película Obediencia Perfecta, ganadora de un Ariel por mejor guion adaptado en 2015, inspirado en la novela del mismo nombre de su autoría.

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